¿Qué es la inteligencia?
El debate ya es un clásico y de las respuestas posibles se desprenden distintas concepciones sobre el ser humano. También consecuencias prácticas en la manera de encarar la educación y las diferencias sociales.
Por Adrián PaenzaDurante muchísimos años estuve a la búsqueda de una buena definición de la palabra inteligencia.
¿Qué es exactamente? Todo el mundo, y cuando digo todo es porque no hay manera de haber hablado con alguien que en algún momento no hubiera dicho: “es un tipo muy inteligente” o “una persona muy inteligente” o bien, “tiene una inteligencia descomunal” o al revés, “no tiene un gramo de inteligencia”.
Paro acá, porque usted ya entiende de qué hablo. Pero lo que me asombra es que si uno le pide a alguien que le diga qué es la inteligencia, lo más probable es que se encuentre con respuestas muy variadas y dispares.
a) Se trata de la capacidad para resolver problemas.
b) Se trata de la capacidad para adaptarse rápido a situaciones nuevas.
c) La habilidad para comprender, entender y sacar provecho de la experiencia.
d) La capacidad de un individuo para percibir, interpretar y responder a su entorno.
e) La habilidad innata en percibir relaciones e identificar co-relaciones.
f) La destreza para encontrar correctamente similitudes y diferencias, y reconocer cosas que son idénticas.
Obviamente, la lista podría continuar. Hubiera bastado que le dedicara más tiempo a recorrer Internet o buscar en las enciclopedias que tengo a mano. El problema reside en que no hay una definición aceptada universalmente sobre lo que significa. Entonces, ¿de qué habla la gente cuando habla de inteligencia?
Más allá de mi resistencia y que me cueste aceptarlo, hay un hilo conductor en lo que cada uno cree que dice cuando habla de la inteligencia de una persona.
Pero tengo preguntas inmediatamente.
Sea lo que sea la inteligencia,
- ¿Uno es inteligente para todo?
- Una persona inteligente para los negocios, ¿es también inteligente para la física?
- Para ser inteligente, ¿uno tiene que ser rápido?
- ¿Tiene que llegar a las conclusiones más rápido que la media? Y por otro lado, ¿cómo se mide la media?
- ¿Puede uno ser inteligente solo siendo profundo pero no necesariamente rápido?
- ¿Ser inteligente es tener ideas nuevas?
- Las personas inteligentes, ¿están preparadas para entender todas las preguntas y buscar las respuestas?
- ¿Dónde está el punto o la línea, en donde uno pasa de no-inteligente a inteligente?
Las posiciones clásicas
Históricamente hay ya planteado un debate sobre el tema y, por supuesto, hay varios ángulos para entrarle.
Unos sostienen que es una cuestión genética y, por ende, hereditaria. Otros, que depende del ambiente en el que el chico se desarrolla, los estímulos que recibe. Y en el medio, todos los demás. Desde 1930 se discute si la inteligencia es sólo genética o determinada directamente por las condiciones de contorno. Pero fue en la década del ’60 y del ’70 en donde se produjo el vuelco más dramático entre el discurso público y el privado: nadie se atrevía a decir abiertamente lo que los científicos especialistas en el área comentaban en voz baja: la inteligencia –para ellos, claro está– tiene un fuerte componente genético y, por lo tanto, hereditario.
En Estados Unidos, se publicó en 1994 la primera edición del libro The Bell Curve. Intelligence and class structure in American Life (“La Curva de Bell. La inteligencia y la estructura de clases en la vida norteamericana”). Se convirtió automáticamente en un best-seller y generó todas las polémicas imaginables. Sus autores, Richard J. Herrnstein y Charles Murray, presumen de haber encontrado una buena definición de inteligencia, formas de cuantificarla y, por lo tanto, formas de medirla. Aparecen análisis estadísticos (que ellos interpretan como irrefutables desde el punto de vista científico) y un estudio pormenorizado del IQ (Intelligence Quotient, cociente de inteligencia o coeficiente de inteligencia). El IQ se transformó en el método más general para expresar la performance intelectual de una persona cuando uno la compara con la de una población dada.
El libro dividió a la sociedad norteamericana (no necesariamente en partes iguales). Quienes adhieren a las conclusiones de Herrnstein y Murray son vistos como reaccionarios de ultraderecha (y lo bien que hacen). Los otros quedan ubicados en el amplio espectro que queda libre.
Lo que resultaría indispensable es analizar lo que se discute desde un punto de vista más desapasionado. Es difícil debatir sobre un tópico tan inasible e indefinible con certeza.
Otros científicos están fuertemente en desacuerdo con los tests de inteligencia (y lo bien que hacen también), “porque –sostienen– la más importante de las cualidades humanas es demasiado diversa, demasiado compleja, demasiado cambiante y demasiado dependiente del contexto cultural y –sobre todo– demasiado subjetiva para ser medida por respuestas a una mera lista de preguntas”.
Y siguen: “La inteligencia es más equiparable a la belleza o a la justicia que a la altura o el peso. Antes que algo pueda ser medido necesita ser definido”.
Desde otro lugar, Howard Gardner, psicólogo de Harvard, sostiene que “no hay un solo tipo de inteligencia o una inteligencia general, sino siete caracterizaciones bien definidas: linguística, musical, lógica-matemática, espacial, corporal y dos formas de inteligencia personal (intrapersonal e interpersonal), basadas en la capacidad computacional única de cada persona”. Y agrega: “Sé que mis críticos dicen que lo único que hice fue redefinir la palabra ‘inteligencia’ extendiéndola hasta lugares que para otros ocupa lo que se llama ‘talento’. Pero si algunos quieren denominar al pensamiento lógico y al lenguaje como ‘talentos’ y aceptan sacarlos del pedestal que ocupan actualmente, no tengo problemas en hablar sobre ‘talentos múltiples’ que puedan tener las personas”.
¿Ambiente o herencia?
Los debates ardientes continúan entre los que atribuyen la inteligencia al contexto social de educación y los del otro lado del mostrador, que la ven como genéticamente determinada desde el momento de la concepción. Así puesto, el tema hierve, porque toca las controvertidas cuestiones de educación, clases sociales y relaciones raciales.
Mi posición frente a este debate es que las condiciones de contorno son esenciales. Un ejemplo: si el día que yo nací hubieran equivocado al bebé que le llevaron a mis padres, estoy seguro de que el chico que se hubiera desarrollado en mi casa hubiera tenido altas posibilidades de desarrollar sus habilidades libremente. Claro, no necesariamente hubiese sido ni matemático ni periodista. Pero lo que me queda claro es que hubiera explotado la habilidad “de fábrica” que tiene cada persona al nacer.
No quiero aparecer como un experto en el tema, ni mucho menos. Sólo quiero plantear un problema que circula hace mucho tiempo y que no tiene solución aparente. Mi opinión es sólo una más, tan valiosa (o no) como la de cualquier otra/o.
Pero la quiero dar igual: estoy convencido que todos nacemos con alguna destreza, con el gusto por algo particular, con algún talento o facilidad. Pero si un niño, desde el momento en que nace se desarrolla en un medio ambiente sin posibilidades económicas, o sin estímulos adecuados, es muy probable que nunca llegue a descubrir qué le gusta, ni qué disfruta.
Si les diéramos a todos los niños la posibilidad de vivir en condiciones de desarrollar todo su potencial entonces, después, podríamos analizar quién es inteligente y quién no. Aunque ni siquiera nos hayamos puesto de acuerdo con lo que quiere decir.
Los tests de inteligencia
Por ejemplo: Se da una tabla de números en la que falta uno. ¿Puede usted decir qué número falta y explicar por qué?
54 (117) 36
72 (154) 28
39 (513) 42
18 (?) 71
El test, supuestamente, consiste, no sólo en que usted pueda decir qué número es el que debería ir en lugar de los signos de interrogación, sino también en medir su capacidad de análisis, para deducir una ley de formación. Es decir, alguien pensó en un patrón que subyace detrás de la gestación de esos números, y se pretende que usted lo descubra.
Acá, si fuera usted, pararía un rato y pensaría alguna solución. Yo voy a proponer una abajo pero, en todo caso, puede entretenerse buscándola sola/o.
Una potencial solución
Uno podría decir que el número que falta es el 215. Mire los números que hay en la primera fila en la primera y tercera columnas: 54 y 36. La suma de los dos exteriores (5 + 6) = 11. La suma de los dos interiores (4 + 3) = 7.
De esa forma, se obtuvo el número 117: juntando la suma de los dos exteriores con la de los dos interiores.
Pasemos a la siguiente fila y hagamos el mismo ejercicio. Los dos números de la primera y tercera columnas son: 72 y 28. Sumando los dos exteriores (7+8) = 15 y sumando los dos interiores (2+2) = 4. Luego, el número que va en el centro entonces es 154.
Si uno sigue en la tercera fila, tiene 39 y 42. La suma de los dos exteriores (3+2) = 5 y los dos internos (9+4) = 13. Por lo tanto, el número que va en el centro es 513.
Por último, con este patrón, dados los números 18 y 71, los dos exteriores suman (1+1) = 2. Y los dos centrales (8+7) = 15. Corolario: si quien diseñó pensó igual que usted (o que yo) el número que falta es 215.
Me apresuro a decir que ninguno de estos métodos es confiable ni mucho menos exacto. De hecho, habría (y en general hay) infinitas maneras de encontrar un número que pueda ir en lugar del signo de interrogación. Se trata, en todo caso, de ser capaz de buscar el que pensaron los que diseñaron el test.
Otro ejemplo (muy ilustrativo)
Hace unos días, Alicia Dickenstein (la brillante matemática argentina) me escribió un mail invitándome a pensar un poco más sobre las personas que producen estos tests. “Creo que estos IQ tests son muy peligrosos. No son más que algo standard que puede aprenderse y sólo miden el aprendizaje cuadrado en una dirección. Es decir: no se sabe bien qué miden y algunas personas, inescrupulosas y mal intencionadas, se permiten sacar conclusiones sobre la supuesta ‘inteligencia’ o ‘no’ de un sujeto. De hecho, en Estados Unidos hubo una gran controversia sobre este tipo de tests, ya que se usaban para ubicar a los ‘afro-americanos’ en clases más retrasadas con una obvia intención segregacionista. Lo único que se puede comprobar es que hay gente que no está entrenada para este tipos de tests. Y nada más.”
Sigo yo: el peligro latente (o no tanto) es que cuando a un chico o joven lo someten a este tipo de problemas, contesta como puede; en general, con bastante miedo a equivocarse. La sensación que prima en el que rinde el test (y en sus padres) es que lo están juzgando para siempre. Es que, de hecho, como supuestamente mide la inteligencia, y salvo que uno la pueda mejorar con el paso del tiempo (“lo que natura non da, Salamanca non presta”) la suposición de que es algo final está siempre presente.
Es decir, una sensación de alivio recorre a todos, al que rindió el test y a la familia, si el implicado contesta lo que pensaron los que lo prepararon. En todo caso, eso demuestra que es tan inteligente como para hacer lo que ellos esperaban.
Si, por el contrario, o bien no encuentra la respuesta o se equivoca, se expone a encontrar una cara circunspecta (y exagero, obviamente) de quien llega con una mala noticia: “Lamento comunicarle que usted será un estúpido toda su vida. Dedíquese a otra cosa”.
Aunque más no sea por eso, cualquier test que presuma de medir algo tan indefinible como la inteligencia debería ser hecho en forma hipercuidadosa.
Lo que sigue más abajo es un ejemplo que me mandó Alicia, que invita a la reflexión. De hecho, le pido que lea el test (es una verdadera pavada) y piense qué respuesta daría. Usted verá cómo este caso sirve para mostrar que, aun en los casos más obvios, no hay una respuesta única. Ni mucho menos.
Aquí va: si uno encuentra la siguiente serie de números (agrupados de la forma que se indica):
1 2 3
4 5 6
7 8 ?
¿Qué número pondría en donde están los signos de interrogación? (Aquí, pare por favor, y piense qué haría usted.)
Ahora sigo yo: sólo le pido, por favor, que no me diga que no pensó o consideró el número nueve porque no le creo. Claro, ése sería el pensamiento que Alicia Dickenstein denomina “rutinario”, o bien, el que “responde lo que el que pregunta quiere escuchar”. Y esta última afirmación es muy importante. Vean si no. ¿Qué pasaría si yo dijera que la serie se completa así:
1 2 3
4 5 6
7 8 27
Claro, usted pensaría que leyó mal o que hay un error de imprenta. No. El último número es veintisiete. Y le muestro el patrón que podría estar buscando quien pensó el problema.
Tome el primer número. Elévelo al cuadrado (o sea, multiplíquelo por él mismo). Al resultado, réstele cuatro veces el segundo, y a lo que obtenga súmele 10.
En la primera fila entonces, al elevar uno al cuadrado, se obtiene otra vez uno. Le resto cuatro veces el segundo, o sea, cuatro veces el número 2 y luego, le suma 10. Resultado: 3.
1 - 8 + 10 = 3 (que es el tercer número de la primera fila)
En la segunda fila, hago el primer número al cuadrado, es cuatro al cuadrado, o sea cuatro por cuatro, y se obtiene 16. Se le resta cuatro veces el segundo número (4 x 5 = 20) y sumamos 10. Resultado: 6.
16 - 20 + 10 = 6
En la tercera fila se tendría siete al cuadrado (49), menos cuatro veces el segundo (4 x 8 = 32) y luego sume 10. Resultado: ¡27!
49 - 32 + 10 = 27.
Moraleja 1: Trate de entrenarse haciendo este tipo de tests y verá cómo, al final, le salen todos o casi todos. Ese será el momento en el que quizás usted crea que es más inteligente. Lo curioso es que quizás haya aprendido a someterse mejor al pensamiento oficial.
Moraleja 2: Pretender usar la matemática como un testeador de la inteligencia puede producir un efecto no sólo negativo y frustrante sino también falso. Aunque más no sea, porque no se sabe qué se mide.
Fuente: contratapa de Página 12
No hay comentarios:
Publicar un comentario